El Delito de Opinión
Se ha vuelto una costumbre insana el hecho de incriminar al prójimo por pensar algo distinto a la opinión dominante o hecha pública dentro de la sociedad. Decir “hecho pública” equivale a diferenciarla de la mera opinión pública, ya que una opinión socialmente imperante dentro de un contexto histórico determinado no siempre surge desde la misma sociedad civil, sino más bien desde las estructuras comunicacionales y propagandísticas que hacen posible que una opinión “se haga pública”. En pocas palabras, la opinión hecha pública no surge desde abajo, sino desde arriba, es impuesta a los ciudadanos. Esta parece ser la causa que motiva casi siempre a la orquestación de importantes campañas difamatorias, con la finalidad de denostar a aquellos que disientes con el poder hegemónico del “pensamiento único”, instalado en la Argentina desde octubre del ´83.
En este marco de comprensión, nos encaminamos para interpretar debidamente aquello que le sucede a todo aquel que cuestione la “historia oficial” de los años ’70, que terminan cargando sobre sus cabezas con el dedo acusador de aquellos que con soberbia y prepotencia, intentan convertirlos en una especie de chivo emisario de su propia impotencia ideológica. Numerosos profesionales de la calumnia impune se dan a la tarea de escarnecer a todo aquel que ose desafiar la “opinión hecha pública” sobre la cuestión de los desaparecidos, y otros temas vinculados con el accionar antisubversivo.
Manifestarse de manera distinta y hasta contraria en este sentido, no implica en absoluto un respaldo a ninguna de las acciones ilegales y/o criminales que se le imputa al “Proceso” militar. Una opinión emitida respecto a la represión en el marco de la lucha contra la subversión, es un punto de vista diferente de la visión hegemónica que se ha instalado en la conciencia pública desde la restauración democrática en 1983. Que una opinión sea diferente no implica una naturaleza maligna, pues de lo contrario estaríamos demonizando al otro que piensa distinto, reeditando en los albores del tercer milenio de la Cristiandad, al tristemente célebre “Santo Oficio de la Inquisición”. La moderna profanidad impide la persecución por motivos religiosos, pero ha hecho y continúa haciendo alarde de continuos avasallamientos a la libertad de pensamiento y de opinión, desde los marcos constitucionales y democráticos que teóricamente deberían estar garantizando el pleno ejercicio de esos derechos individuales.
La figura jurídica que se emplea para censurar a quienes piensan distinto, como lo es la “Apología del Delito”, carece de todo fundamento fidedigno, por cuanto la misma proviene de juicios de valor absolutamente subjetivos, disfrazando con un tamiz legalista una persecución ideológica a todas luces evidente. Dentro de este condicionamiento jurídico-político, estamos en presencia de un proceso inquisitorial que se contradice con la prédica sostenida por los autores de tamaña operación política, cual es la libertad de opinión en el marco de una sociedad plural y democrática. Aquellos que pretenden llenar de agua su molino político, con estas conductas autoritarias, no hacen más que reflejar su manifiesta incapacidad de responder a las constantes demandas de la ciudadanía en pos de un saneamiento de las prácticas políticas, buscando descargar su odio e intolerancia contra aquellos que disienten de esta especie de “pensamiento único” existente en torno a los acontecimientos vividos por los argentinos durante el último gobierno militar.
Si debiéramos evaluar la trayectoria personal de muchos de estos detractores, en cuanto a su vinculación –o de las fuerzas políticas de las que forman parte- con el llamado “Proceso” militar, pocos serían los habilitados para levantar su dedo acusador. Más aún teniendo presente las interminables apologías de los movimientos y personajes guerrilleros, terroristas y/o subversivos, pasados y presentes, realizada por tantos dirigentes políticos, sociales y también gubernamentales.
Lo peor que podemos hacer en democracia es criminalizar el pensamiento ajeno, aquello que no nos gusta por simples diferencias ideológicas. Ello le ha costado muy caro a nuestro país, y no hace más que generar un caldo de cultivo para aquellos que preconizan la desunión y el enfrentamiento entre los argentinos. Cuando alguien piensa de una determinada manera, y ésta es estigmatizada como “criminal”, entonces toda opinión emergente a partir de ese pensamiento diferente será inevitablemente definido como “apología del delito”, o con cualquier otra denominación similar. Esta malévola tipificación es una afrenta a la libertad de opinión consagrada por los principios constitucionales que rigen la vida de nuestra República. Tampoco debe condenarse a quien emita una opinión acerca de un conflicto civil como el que padecimos en los años ´70, en sentido contrario al que el aparato propagandístico, educativo y cultural viene instalando en la psiquis colectiva desde hace dos décadas.
A esta altura de la vida institucional de nuestro país, todo indica que la Opinión Pública ha perdido su carácter de representación colectiva para transformarse en la opinión privada de una minoría selecta que dice representar a toda la sociedad, ante la cual se impone. Esta cultura democratista que discrimina a quienes no se dejan pensar por otros, amenaza con el aislamiento y la exclusión a los individuos que se desvían del consenso, y el miedo a aislarse los lleva a evaluar contínuamente el clima de opinión, lo cual influye en su expresión pública, dado que un clima hostil influye en la predisposición a hablar o a quedarse callado. Y este clima adverso se alimenta por la sobrevaloración de las opiniones apoyadas por los medios masivos de comunicación, pues el no apoyo mediático hace que la mayoría se vuelva silenciosa. Esta clase de Opinión Pública, funcional a un orden sociopolítico que se mantiene por el miedo individual al aislamiento y la necesidad de aceptar y/o amoldarse a las opiniones establecidas, donde se exige consentimiento para evitar la contradicción, es incompatible con el ideal democrático y llanamente contradictorio con el espíritu cívico que dicen poseer los detractores democratistas.
Así es como la Opinión Pública es denigrada por la arrogancia y el atropello, dejando de ser un instrumento de emancipación para convertirse en una fuerza de opresión. Esta manipulación social conlleva a vivir bajo la mirada de una censura hostil y temible. En este sentido, resulta oportuno recordar el triste lamento de Alexis de Tocqueville en su célebre obra “La Democracia en América”, viendo como las mayorías omnipotentes –condicionadas hoy en día por la propaganda mediática- sancionan a los disidentes del pensamiento:
“En América la mayoría traza un cerco formidable alrededor del pensamiento. Dentro de esos límites el escritor es libre, pero ¡ay de aquél que se atreva a salir de ellos! No es que tenga que temer un auto de fe, pero está expuesto a disgustos de toda clase y a persecuciones diarias. La carrera política se le cierra, pues ha ofendido al único poder que tiene la facultad de abrirla. Se le niega todo, hasta la gloria. Antes de publicar sus opiniones, es escritor creía tener partidarios; ahora que se ha descubierto ante todos, le parece no tener ninguno, pues aquéllos que le condenan se manifiestan en voz alta, y los que piensan como él, no teniendo su coraje, se callan y se alejan. El escritor cede, se doblega por último bajo el esfuerzo diario, y vuelve al silencio, como si se sintiera arrepentido de haber dicho la verdad”.
Hay mucho pensadores, intelectuales y académicos que gustan citar aquellas célebres palabras de Bertrand Russell, cuando se refería a la escalada de detenidos en la Alemania de los años ´30, y que mientras a uno no le tocaba, no se preocupaba por la suerte de los demás. No se trata de hacer comparaciones, ni tampoco de darle crédito a un escritor claramente comprometido con las potencias sinárquicas que vencieron en 1945 y que hoy dominan el mundo entero. Sino tan sólo de darnos cuenta que, así como algunos argentinos han debido padecer esta preocupante discriminación, le puede suceder a cualquier otro que intente opinar en sentido contrario a lo oficialmente establecido.-
En este marco de comprensión, nos encaminamos para interpretar debidamente aquello que le sucede a todo aquel que cuestione la “historia oficial” de los años ’70, que terminan cargando sobre sus cabezas con el dedo acusador de aquellos que con soberbia y prepotencia, intentan convertirlos en una especie de chivo emisario de su propia impotencia ideológica. Numerosos profesionales de la calumnia impune se dan a la tarea de escarnecer a todo aquel que ose desafiar la “opinión hecha pública” sobre la cuestión de los desaparecidos, y otros temas vinculados con el accionar antisubversivo.
Manifestarse de manera distinta y hasta contraria en este sentido, no implica en absoluto un respaldo a ninguna de las acciones ilegales y/o criminales que se le imputa al “Proceso” militar. Una opinión emitida respecto a la represión en el marco de la lucha contra la subversión, es un punto de vista diferente de la visión hegemónica que se ha instalado en la conciencia pública desde la restauración democrática en 1983. Que una opinión sea diferente no implica una naturaleza maligna, pues de lo contrario estaríamos demonizando al otro que piensa distinto, reeditando en los albores del tercer milenio de la Cristiandad, al tristemente célebre “Santo Oficio de la Inquisición”. La moderna profanidad impide la persecución por motivos religiosos, pero ha hecho y continúa haciendo alarde de continuos avasallamientos a la libertad de pensamiento y de opinión, desde los marcos constitucionales y democráticos que teóricamente deberían estar garantizando el pleno ejercicio de esos derechos individuales.
La figura jurídica que se emplea para censurar a quienes piensan distinto, como lo es la “Apología del Delito”, carece de todo fundamento fidedigno, por cuanto la misma proviene de juicios de valor absolutamente subjetivos, disfrazando con un tamiz legalista una persecución ideológica a todas luces evidente. Dentro de este condicionamiento jurídico-político, estamos en presencia de un proceso inquisitorial que se contradice con la prédica sostenida por los autores de tamaña operación política, cual es la libertad de opinión en el marco de una sociedad plural y democrática. Aquellos que pretenden llenar de agua su molino político, con estas conductas autoritarias, no hacen más que reflejar su manifiesta incapacidad de responder a las constantes demandas de la ciudadanía en pos de un saneamiento de las prácticas políticas, buscando descargar su odio e intolerancia contra aquellos que disienten de esta especie de “pensamiento único” existente en torno a los acontecimientos vividos por los argentinos durante el último gobierno militar.
Si debiéramos evaluar la trayectoria personal de muchos de estos detractores, en cuanto a su vinculación –o de las fuerzas políticas de las que forman parte- con el llamado “Proceso” militar, pocos serían los habilitados para levantar su dedo acusador. Más aún teniendo presente las interminables apologías de los movimientos y personajes guerrilleros, terroristas y/o subversivos, pasados y presentes, realizada por tantos dirigentes políticos, sociales y también gubernamentales.
Lo peor que podemos hacer en democracia es criminalizar el pensamiento ajeno, aquello que no nos gusta por simples diferencias ideológicas. Ello le ha costado muy caro a nuestro país, y no hace más que generar un caldo de cultivo para aquellos que preconizan la desunión y el enfrentamiento entre los argentinos. Cuando alguien piensa de una determinada manera, y ésta es estigmatizada como “criminal”, entonces toda opinión emergente a partir de ese pensamiento diferente será inevitablemente definido como “apología del delito”, o con cualquier otra denominación similar. Esta malévola tipificación es una afrenta a la libertad de opinión consagrada por los principios constitucionales que rigen la vida de nuestra República. Tampoco debe condenarse a quien emita una opinión acerca de un conflicto civil como el que padecimos en los años ´70, en sentido contrario al que el aparato propagandístico, educativo y cultural viene instalando en la psiquis colectiva desde hace dos décadas.
A esta altura de la vida institucional de nuestro país, todo indica que la Opinión Pública ha perdido su carácter de representación colectiva para transformarse en la opinión privada de una minoría selecta que dice representar a toda la sociedad, ante la cual se impone. Esta cultura democratista que discrimina a quienes no se dejan pensar por otros, amenaza con el aislamiento y la exclusión a los individuos que se desvían del consenso, y el miedo a aislarse los lleva a evaluar contínuamente el clima de opinión, lo cual influye en su expresión pública, dado que un clima hostil influye en la predisposición a hablar o a quedarse callado. Y este clima adverso se alimenta por la sobrevaloración de las opiniones apoyadas por los medios masivos de comunicación, pues el no apoyo mediático hace que la mayoría se vuelva silenciosa. Esta clase de Opinión Pública, funcional a un orden sociopolítico que se mantiene por el miedo individual al aislamiento y la necesidad de aceptar y/o amoldarse a las opiniones establecidas, donde se exige consentimiento para evitar la contradicción, es incompatible con el ideal democrático y llanamente contradictorio con el espíritu cívico que dicen poseer los detractores democratistas.
Así es como la Opinión Pública es denigrada por la arrogancia y el atropello, dejando de ser un instrumento de emancipación para convertirse en una fuerza de opresión. Esta manipulación social conlleva a vivir bajo la mirada de una censura hostil y temible. En este sentido, resulta oportuno recordar el triste lamento de Alexis de Tocqueville en su célebre obra “La Democracia en América”, viendo como las mayorías omnipotentes –condicionadas hoy en día por la propaganda mediática- sancionan a los disidentes del pensamiento:
“En América la mayoría traza un cerco formidable alrededor del pensamiento. Dentro de esos límites el escritor es libre, pero ¡ay de aquél que se atreva a salir de ellos! No es que tenga que temer un auto de fe, pero está expuesto a disgustos de toda clase y a persecuciones diarias. La carrera política se le cierra, pues ha ofendido al único poder que tiene la facultad de abrirla. Se le niega todo, hasta la gloria. Antes de publicar sus opiniones, es escritor creía tener partidarios; ahora que se ha descubierto ante todos, le parece no tener ninguno, pues aquéllos que le condenan se manifiestan en voz alta, y los que piensan como él, no teniendo su coraje, se callan y se alejan. El escritor cede, se doblega por último bajo el esfuerzo diario, y vuelve al silencio, como si se sintiera arrepentido de haber dicho la verdad”.
Hay mucho pensadores, intelectuales y académicos que gustan citar aquellas célebres palabras de Bertrand Russell, cuando se refería a la escalada de detenidos en la Alemania de los años ´30, y que mientras a uno no le tocaba, no se preocupaba por la suerte de los demás. No se trata de hacer comparaciones, ni tampoco de darle crédito a un escritor claramente comprometido con las potencias sinárquicas que vencieron en 1945 y que hoy dominan el mundo entero. Sino tan sólo de darnos cuenta que, así como algunos argentinos han debido padecer esta preocupante discriminación, le puede suceder a cualquier otro que intente opinar en sentido contrario a lo oficialmente establecido.-
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